
Queridos amigos: Con la autoridad que me carateriza, quiero ofrecerles el último ensayo de uno de mis más preclaros discípulos y anotadores post-mortem. Post-mortem mía, naturalmente, porque él continúa vivo. Lean, lean, queridos carpetobetónicos de mi ánima. Vean lo bien que escribe este discípulo mío. Como ustedes verán, ha asimilado muchas de mis preclaras ideas, pero las más brillantes son exclusivamente suyas. Se llama Luis Madrigal. y yo les sugiero que no dejen de visitar su Blog: htpp://www.luismadrigal.blogsspot.com/. Atentamente suyo, José Ortega y Gasset
Hay una sede íntima, en lo más profundo de nuestro ser, que -con independencia de otros valores, algunos desde luego absolutos y radicalmente prioritarios- nos impulsa de modo irresistible a pronunciar una palabra, a gritarla a los cuatro vientos, antes que ninguna otra palabra; antes que nada y que ninguna otra cosa. Esa palabra, y en especial el concepto que encierra, es “yo”. Ese “yo”, indudablemente, puede ser escrito con mayúscula -“Yo”- cuando se hace partícipe de una entidad, o de una substancia ontológica transcendente, pero, aquí abajo, a ras de suelo, reclama lo que en principio es estricta y sólamente suyo. En ello radica, nada menos que el fundamento mismo de todo derecho subjetivo, el cual, antes de consistir en exigir algo a alguien, consiste en excluir de mí a todo aquello, y desde luego a todos aquéllos, que “no son yo”. Cuando el “yo” individual, o personal, por tendencia inherente a la propia existencia, se ve obligado a penetrar en el mundo de la inter-relación con otros “yo”, surge uno de los más graves problemas, quizá la primera gran tragedia humana, aún pendiente de resolver, el de la pugna -de cooperación o de conflicto- entre mi “yo” y el de los otros y, en consecuencia, surgen también las actitudes de renuncia, altruismo y solidaridad, o bien las de afirmación, egoísmo e individualismo.
Lamentablemente, ningún “yo” puede por sí mismo y por sí solo fabricar la vida y, más o menos de modo casi similar, tampoco puede resolverla, solucionarla, porque eso que llamamos “vivir”, no es tanto una realidad biológica, como un enorme e interminable repertorio de necesidades, sin cuya solución nadie puede hacerlo. Ni aun dentro de un ya trasnochado e inviable primitivismo aislacionista, por vocación o por circunstancia, al modo de Robinson Crusoe, que no deja de ser más que un mero producto de literatura, por ciertos y reales que hubieran sido los naufragios del marino escocés Alexander Selkirk y del Capitan de
Mas, cuando no es así, cuando la autoridad se exhibe como un trofeo de caza, obtenido en las urnas -¡y vaya de qué modo, en ocasiones- cuando “se blande”, como una espada, sobre las cabezas de los “yo” a ella teórica y dramáticamente sometidos, sin más sólidas razones que las puramente formales, y hasta formalistas, incluso en medio de la mayor y más absoluta incompetencia e incapacidad de quién la ejerce, entonces surge el drama del “fracaso de la autoridad” y, entonces también, cabe una fórmula que ya no es precisamente “mágica”, ni taumatúrgica, sino sencillamente posible y que, es, nada más y nada menos, que la de sustituir la autoridad por la responsabilidad individual. Mi “yo”, no necesita de ningún poder coercitivo, inicialmente no legítimado o posteriormente devenido en ilegítimo, por malvado, por inútil e ineficaz o por ambas cosas. Este “yo”, es capaz de remplazar a ese poder con su propia recta conducta en todos los órdenes. Y esto, precisamente esto y solamente esto, es el anarquismo, el verdadero, el único capaz de conducir al todo -en el que concurren todos los “yo”- al fin natural que la propia Naturaleza reclama, el bienestar común y la felicidad humana en
Desde luego, puede haber muchas clases, categorías o formas de anarquismo, pero el que acabo de apuntar no es, desde luego, el anarquismo de Mijaíl Bakunin, el filóso idealista influenciado por Kant y después por Proudhom y Kropotkin, sino, más bien, el anarquismo de Sir Thomas More, llamado en español (siguiendo esa necia costumbre de intentar traducirlo todo) Tomás Moro, aquel gran hombre, miembro del Parlamento britanico, Juez y Sub-Prefecto de la ciudad de Londres y, finalmente, Lord Canciller de Enrique VIII, que se negó a acatar
Por ello, es conveniente aclarar de una vez por todas, que una “utopía”, no es , ni mucho menos, “un ideal irrealizable”, esto es, imposible de realizar, sino, más bien, “un ideal que nunca se realiza”, lo cual no es lo mismo. Mientas hay utopia, hay lucha por el ideal. Pero, si ni tan siquiera queda la utopía, ¿qué puede quedarnos?. Por eso, la utopía del Cristianismo, al menos, ha tenido siempre bien claro, y así lo ha enseñado y proclamado al mundo, que el Paraíso prometido por Dios, no está en la tierrra. Y por ello, el anhelo de todo cristiano, ha de estar siempre fundado en
Arriba, Sir Thomás More (Santo Tomás Moro, Martir), retrato pintado en 1527 por Hans Holbein, el Joven. Tomás Moro, fue también íntimo amigo de Erasmo de Rotterdam, quien le inspiró su obra cumbre, "Utopía"
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