martes, 28 de octubre de 2008

EL ANARQUISMO


Queridos amigos: Con la autoridad que me carateriza, quiero ofrecerles el último ensayo de uno de mis más preclaros discípulos y anotadores post-mortem. Post-mortem mía, naturalmente, porque él continúa vivo. Lean, lean, queridos carpetobetónicos de mi ánima. Vean lo bien que escribe este discípulo mío. Como ustedes verán, ha asimilado muchas de mis preclaras ideas, pero las más brillantes son exclusivamente suyas. Se llama Luis Madrigal. y yo les sugiero que no dejen de visitar su Blog: htpp://www.luismadrigal.blogsspot.com/. Atentamente suyo, José Ortega y Gasset


Hay una sede íntima, en lo más profundo de nuestro ser, que -con independencia de otros valores, algunos desde luego absolutos y radicalmente prioritarios- nos impulsa de modo irresistible a pronunciar una palabra, a gritarla a los cuatro vientos, antes que ninguna otra palabra; antes que nada y que ninguna otra cosa. Esa palabra, y en especial el concepto que encierra, es “yo”. Ese “yo”, indudablemente, puede ser escrito con mayúscula -“Yo”- cuando se hace partícipe de una entidad, o de una substancia ontológica transcendente, pero, aquí abajo, a ras de suelo, reclama lo que en principio es estricta y sólamente suyo. En ello radica, nada menos que el fundamento mismo de todo derecho subjetivo, el cual, antes de consistir en exigir algo a alguien, consiste en excluir de mí a todo aquello, y desde luego a todos aquéllos, que “no son yo”. Cuando el “yo” individual, o personal, por tendencia inherente a la propia existencia, se ve obligado a penetrar en el mundo de la inter-relación con otros “yo”, surge uno de los más graves problemas, quizá la primera gran tragedia humana, aún pendiente de resolver, el de la pugna -de cooperación o de conflicto- entre mi “yo” y el de los otros y, en consecuencia, surgen también las actitudes de renuncia, altruismo y solidaridad, o bien las de afirmación, egoísmo e individualismo.


Lamentablemente, ningún “yo” puede por sí mismo y por sí solo fabricar la vida y, más o menos de modo casi similar, tampoco puede resolverla, solucionarla, porque eso que llamamos “vivir”, no es tanto una realidad biológica, como un enorme e interminable repertorio de necesidades, sin cuya solución nadie puede hacerlo. Ni aun dentro de un ya trasnochado e inviable primitivismo aislacionista, por vocación o por circunstancia, al modo de Robinson Crusoe, que no deja de ser más que un mero producto de literatura, por ciertos y reales que hubieran sido los naufragios del marino escocés Alexander Selkirk y del Capitan de la Marina española Pedro Serrano, en los cuales se inspiró Daniel Defoe para escribir aquella historia, y porque nos encontramos ya excesivamente lejos, nada menos, en este preciso momento, que a doscientos ochenta y nueve años, de 1719, cuando aquélla se escribió. Mi “yo”, desde que se instala -es decir, desde que es instalado- en la existencia, ineludiblemente depende y se halla condicionado a y por otros “yo”, sin cuya presencia y aportación a eso que llamamos “la sociedad” -salvo inviabilidad de esta misma- se hace imprescindible. Nadie puede ser ya autárquico y, en consecuencia, nadie puede prescindir de la convivencia social. Ello es una gran suerte y, al mismo tiempo, una terrible desgracia, quizá la mayor de cuántas acechan al ser humano. Lo es, porque, para que la vida humana en convivencia en principio sea posible, también es necesario eso que se llama la Autoridad. En efecto, ha de escribirse con mayúscula tan sólo cuando algún título, de entre los axiológicamente aceptables, es capaz de legitimar el poder material, la mera capacidad de hecho para suscitar la obediencia de cada “yo”. Pero, aún así, cuando el poder inicialmente se legitima en Autoridad, de un modo más o menos aparente en la mayor parte de los casos, y tan sólo de manera verdadera y propiamente legítima en unos pocos, surge y en ocasiones se manifiesta virulentamente la cuestión capital: ¿La Autoridad, o mi “yo”? A la hora de responder a esta pregunta, es también cuando el binomio libertad-autoridad, cobra y despliega su conflictividad más acusada. ¿Por qué ha de prevalecer la autoridad (que no es de nadie, o es de muchos) sobre mi libertad, que solamente es mía? Quizá, o más bien sin duda, no siempre debe ser así, porque, en primer término, como ya he dicho, a veces la autoridad no es tal, ya por haberse obtenido con torpes artimañas y engaños, o incluso porque a quien la ostenta le sobrevino “de chiripa”, más o menos como a quien le toca una cacerola o un lote de papel higiénico en una tómbola de feria. Bien, en segundo lugar, porque, en el caso contrario, no basta que haya sido legitimada en su origen, sino que, su legitimidad, requiere un constante ejercicio igualmente legítimo, que únicamente se produce cuando tal ejercicio se acomoda al “deber ser” o, si se quiere, para no incurrir en lo que Ortega llamó “éticas mágicas”, a lo que objetiva y perceptiblemente resulta, en la apreciación mayoritaria, cierta y real, el bienestar de todos, de cada “yo”, o de la mayor parte de ellos. Sólo entonces, es admisible que la autoridad pueda primar sobre la libertad individual.


Mas, cuando no es así, cuando la autoridad se exhibe como un trofeo de caza, obtenido en las urnas -¡y vaya de qué modo, en ocasiones- cuando “se blande”, como una espada, sobre las cabezas de los “yo” a ella teórica y dramáticamente sometidos, sin más sólidas razones que las puramente formales, y hasta formalistas, incluso en medio de la mayor y más absoluta incompetencia e incapacidad de quién la ejerce, entonces surge el drama del “fracaso de la autoridad” y, entonces también, cabe una fórmula que ya no es precisamente “mágica”, ni taumatúrgica, sino sencillamente posible y que, es, nada más y nada menos, que la de sustituir la autoridad por la responsabilidad individual. Mi “yo”, no necesita de ningún poder coercitivo, inicialmente no legítimado o posteriormente devenido en ilegítimo, por malvado, por inútil e ineficaz o por ambas cosas. Este “yo”, es capaz de remplazar a ese poder con su propia recta conducta en todos los órdenes. Y esto, precisamente esto y solamente esto, es el anarquismo, el verdadero, el único capaz de conducir al todo -en el que concurren todos los “yo”- al fin natural que la propia Naturaleza reclama, el bienestar común y la felicidad humana en la Ciudad terrestre. El anarquismo, así pues, no consiste en “poner bombas” y causar daños. Esto es, simplemente, terrorismo.


Desde luego, puede haber muchas clases, categorías o formas de anarquismo, pero el que acabo de apuntar no es, desde luego, el anarquismo de Mijaíl Bakunin, el filóso idealista influenciado por Kant y después por Proudhom y Kropotkin, sino, más bien, el anarquismo de Sir Thomas More, llamado en español (siguiendo esa necia costumbre de intentar traducirlo todo) Tomás Moro, aquel gran hombre, miembro del Parlamento britanico, Juez y Sub-Prefecto de la ciudad de Londres y, finalmente, Lord Canciller de Enrique VIII, que se negó a acatar la Autoridad, en ejercico de su conciencia y libertad, rectamente formadas, y que, pese a ser encerrado en la Torre de Londres durante un año, murió decapitado, el 6 de Julio de 1535, en aras de aquella misma libertad. Ya en el potro, pronunció con serenidad y valor aquellas rotundas palabras: “The King´s good servant, but God´s first” : “Soy buen servidor del Rey, pero primero de Dios”. Por ello, fue beatificado en 1886 por el Papa León XIII, proclamado santo, con la advocación de Santo Tomás Moro, Mártir, el 19 de Mayo de 1935 por el Papa Pío XI y, finalmente, declarado patrono de los políticos y los gobernates por Juan Pablo II, en 1985. Este anarquismo, es el reflejado en su obra universal “Utopía”, que también puede ser un producto literario, ya que su mismo autor sugiere o insinúa la incredulidad en su existencia: Amauroto (o “sin muros”), es la capital de la comunidad que describe, está regada por el río Anhidro (o “sin agua”) y regida por Ademo (“sin pueblo”), por lo que Utopía, realmente significa “No hay tal lugar”, como tradujo al castellano Don Francisco de Quevedo. Una Ciudad en la que todos viven en casas iguales, trabajan por periodos en el campo, disfrutan de la propiedad común de los bienes, no hacen la guerra y dedican su tiempo libre a la lectura y al arte. Por ello, desde entonces se ha utilizado el término “utopía”, tanto para hacer referencia a obras de ficción, idealistas o incluso prácticas, como a las experiencias fundadas en tales ideas. Y así, se habla de utopías económicas, políticas o religiosas. Últimamente, hasta se hace referencia a la “utopía ecologista”.


Por ello, es conveniente aclarar de una vez por todas, que una “utopía”, no es , ni mucho menos, “un ideal irrealizable”, esto es, imposible de realizar, sino, más bien, “un ideal que nunca se realiza”, lo cual no es lo mismo. Mientas hay utopia, hay lucha por el ideal. Pero, si ni tan siquiera queda la utopía, ¿qué puede quedarnos?. Por eso, la utopía del Cristianismo, al menos, ha tenido siempre bien claro, y así lo ha enseñado y proclamado al mundo, que el Paraíso prometido por Dios, no está en la tierrra. Y por ello, el anhelo de todo cristiano, ha de estar siempre fundado en la Esperanza, de que un día, al fin, se consumará la Historía y comenzará la Meta-Historia, que es lo mismo que el Reino de Dios, sólo que este último, aunque no se realice en ella, comienza en la tierra. Luis Madrigal.-


Arriba, Sir Thomás More (Santo Tomás Moro, Martir), retrato pintado en 1527 por Hans Holbein, el Joven. Tomás Moro, fue también íntimo amigo de Erasmo de Rotterdam, quien le inspiró su obra cumbre, "Utopía"

lunes, 14 de julio de 2008

MI AUTOEXILIO, FUERA Y DENTRO DE ESPAÑA


En el mes de Julio de 1936, la guerra civil española provocó mi autoexilio y el comienzo para mí de una etapa de desazón vital que me llevó a vagar por el mundo. Primero viajé a París y Holanda, donde pronuncié conferencias en Leiden, La Haya y Amsterdam. Más tarde viajé a la Argentina, donde ya había estado antes tres veces, y allí me quedé, entre hermanos, hasta que, en 1942, fijé mi residencia en otro país fraternal y vecino colindante, Portugal. Allí escribí el trabajo Origen y epílogo de la Filosofía”, una reflexión hecha para que sirviese de epílogo a la Historia de la Filosofía” de mi querido discípulo Julián Marías.

Al término de la II Guerra Mundial, en 1945, regresé a España, pero en los diez años que tardaría en llegarme la muerte, mi actividad pública quedó reducida al mínimo dadas las circunstancias políticas españolas. En 1946 pronuncié un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid y ese mismo año comenzaron a publicarse mis Obras Completas. Aunque se me permitió vivir en España, yo no me sentía a gusto en mi propio país, al que tanto amaba y por el que tanto luché. Apartado de mi Cátedra, en 1948, junto con un grupo de colaboradores y discípulos, fundé el Instituto de Humanidades, con lo que, de nuevo, volví a ejercer mi magisterio ante el público, "coram populo", fuera de las aulas universitarias y a invitar a "unos cuantos para trabajar en un rincón". Ante la falta de otros alicientes, a partir de 1950 viajé de nuevo a la Alemania de mi juventud, donde ese mismo año mantuve un debate filosófico con Martin Heidegger, en Baden Baden, sobre el hombre y su lenguaje. Continué mi trabajo sin descanso y, en 1955, regresé definitivamente a España. Me habían diagnosticado un de cáncer gástrico, y tras una operación sin esperanzas, encontré la muerte en Madrid el día 18 de octubre de 1955.

Varios datos podría aportar en relación con mi muerte, pero quiero reducirlos a tan sólo dos. El más revelador del significado filosófico y humano de mi desaparición del mundo visible, quizá fuera el hecho de que otro gran filósofo español, pero de vida y obras muy distintas de las mías, Xavier Zubiri, escribió uno de sus raros artículos periodísticos. Efectivamente, el mismo día 18 de octubre de 1955, Zubiri llamó al diario ABC para pedir que se le publicase una nota necrológica sobre mí. Precisamente él, a quien la prensa rogaba continuamente su colaboración sin recibirla nunca, pedía ahora recordar la muerte de quien él consideraba su maestro y compañero. Gracias Xavier. De este modo, el 19 de octubre de 1955 aparecía en ABC el artículo de Zubiri titulado "Ortega metafísico", en el que se celebraba mi obra con, entre otras expresiones, la siguiente: "En el bracear denodado con la verdad de la vida y de las cosas, Ortega nos enseñó “in vivo” la radicalidad con que han de librarse, cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu con plena admiración, profundo respeto e íntimo cariño". Debo insistir: Muchas gracias, querido discípulo. El haber nacido en San Sebastián no influyó para nada en la claridad de tu mente. Recuérdame que siga agradeciédotelo cada 21 de Septiembre. El otro dato, creo carece por completo de importancia y utilidad: Obtuvieron una mascarilla funeraria de mi rostro. ¿Para qué? ¿Qué importancia puede tener esto?

En este breve bosquejo autobiográfico, creo conveniente insistir en cómo mi vida y mi obra fueron lo más opuesto que imaginar quepa a las de la caricatura habitual del filósofo -ejemplificada magistralmente en la figura de Tales-, quien, según cuenta Diógenes Laercio, cayó en un hoyo por mirar a las estrellas. No es éste mi caso, pues nadie me podrá acusar de que, por ensimismarme en mis reflexiones metafísicas, olvidase "la verdad de las cosas y de la vida" en las que siempre estuve inmerso. Justamente, mi caso es el contrario, de modo que mí filosofía y vida estuvieron tan íntimamente unidas que prácticamente fueron inseparables. Fui en este sentido un filósofo comprometido, en el sentido pleno que el término “comprometido” suele tener en la literatura filosófica existencialista. La multiplicidad de mis intereses intelectuales me llevó a emprender tal cantidad de empresas culturales, que sería imposible dar cuenta cabal de todas ellas. Incluso yo mismo, ya ni me acuerdo.

Una de las anécdotas, que hasta podría llegar a categoría, y desde luego uno de los hechos que más me complacieron, como la mejor prueba de la hondura con que caló mi pensamiento en los más diversos ámbitos de la sociedad española, la proporciona la confesión de un contertulio mío, que también se llamaba Ortega, el torero Domingo Ortega, quien llegó a confesar que, desde que me conoció y me escuchó, toreó mucho mejor. Y permitidme, queridos amigos, que traiga aquí una anécdota que se cuenta de este gran torero, de Domingo Ortega, y que muestra hasta qué punto calaron en él algunas de mis doctrinas filosóficas, y hasta qué punto las supo expresar aquel gran doctor en Tauromaquia, porque lo hizo en el lenguaje llano del hombre de la calle. Se cuenta que, Domingo, tuvo una tarde pésima en una corrida celebrada en La Coruña. La prensa gallega puso el grito en el cielo, acusando al maestro de haber ido a La Coruña, de tan lejos, para hacer faenas tan malas. Cuando el maestro leyó las críticas periodísticas a su labor, comentó a su cuadrilla, con una frase digna de mí: "Sevilla está donde está, lo que está lejos es esto". Quizás sea imposible una expresión más gráfica y exacta del perspectivismo que me movió y, a la vez, más alejada de cualquier tecnicismo filosófico.

De momento -para ustedes, claro, en su propia perspectiva y ya no en la mía- no tengo más que decir. Por ahora, por el momento. Aquí, en la Sacramental de San Isidro, también tomamos vacaciones y, aunque este año no hace tanto calor, ni aún nosotros los aquí residentes podemos librarnos, por la nefasta influencia de la moda que hasta aquí llega, de esa plaga de las estúpidas e irracionales “vacaciones de verano”. Eso sí, no saldremos de casa, porque preferimos seguir descansando en paz, en vez de complicarnos la muerte por esas carreteras y esos aeropuertos de Dios. Un cordial saludo, amigos, y hasta después del verano. Con todo mi afecto. José Ortega y Gasset

viernes, 11 de julio de 2008

MI VIDA PÚBLICA


Hasta 1910 mi vida permaneció en el ámbito de la esfera privada. A partir de ese momento, comenzó mi vida pública, que hube de distribuir entre la docencia universitaria y mis actividades extra-académicas, culturales y políticas. Debo decir también que, antes de entergarme en cuerpo y alma a mi Cátedra de Metafísica en el viejo Caserón de San Bernardo, disfruté de una segunda pero esta vez breve estancia en Alemania. Pero mis inquietudes políticas afloraron pronto en mí, y en 1914 fundé la Liga de Educación Política Española, con la que intenté llevar a la práctica mis proyectos regeneracionistas desde posiciones democráticas. Ese mismo año publiqué Meditaciones del Quijote, mi primer libro. En 1916, fuí cofundador del diario El Sol, y en 1923, justamente el año del comienzo de la dictadura del general Primo de Rivera, fundé y dirigí la Revista de Occidente.

Mi enfrentamiento doctrinal con la política de la Dictadura me condujo, en 1929, a dimitir de mi Cátedra universitaria y a continuar mis clases en la "profanidad de un teatro", clases que más tarde se publicaron bajo el título de ¿Qué es filosofía?”. De esta manera, forzado por las circunstancias, me convertí en uno de los primeros filósofos españoles que impartió su filosofía ante el gran público. La crítica dijo después de mí que, para esta tarea, era yo quizá el filósofo más indicado, pues en mí se daban parejas las dotes de un gran filósofo y la capacidad de hacer asequible la filosofía a cualquier hombre culto. En cuanto a lo de “gran filósofo”, creo que no todos pensaban lo mismo. Incluso ha habido gentes, ciertamente de muy escaso cerebro que llegaron a decir que yo no era un filósofo porque “carecía de sistema”. No es por nada, pero qué sabrían tales gentes lo que es un sistema filosófico.

En 1930, coincidiendo con la "dictablanda" del general Berenguer, escribí contra él el que se hizo famoso artículo titulado "El error Berenguer", y que terminaba con la no menos famosa frase "¡Delenda est Monarchia!". Bueno, en realidad, debo confesarlo ahora desde mi tumba, con independencia de aquel craso error, contribuyó sin duda a la inspiración de la citada última frase, lo que me dijo aquel cretino del Rey Alfonso XIII. Tras preguntarme, en una audiencia, “¿y usted que hace”, a lo que yo contesté, “explico Metafísica”, aquel regio indocumentado, tuvo la ignorante desvergüenza de inquerir de nuevo: “Y eso, ¿qué es?” . Aquel mismo día comenzó a fraguarse en mi mente lo del "Delenda est Monarchia”. Recuperé mi Cátedra y mi participación en la política activa, desde entonces, fue en aumento, hasta el punto de convertirse en el centro de un grupo de intelectuales que propugnamos el advenimiento de la II República Española. Así, en 1931, llegada la República, fundé, junto con Gregorio Marañón y Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República. Gracias a la Agrupación fui elegido diputado a las Cortes Constituyentes por la provincia de León ¡Que gran Provincia aquella, y que gran honor para mí!. En el suyo, en su honor, escribí también aquel artículo literario: “Cuando salimos de León…”, en el que hablo del Paseo de Papalaguinda. Pero, una vez más, se repitió la paradoja de todo filósofo "metido en política": En las Cortes se me oía, pero no se me escuchaba, ni mucho menos nadie me seguía. La desilusión que me produjo la vida de diputado, me llevó pronto a retirarme de la política activa y a disolver la Agrupación. Debería haber escarmentado con lo que aconteció a Platón, que tuvo que ver su voz desoída para comprender que, por desgracia, casi nunca las doctrinas políticas de un filósofo son atendidas por los legisladores o por los gobernantes.

Con ello, volví de nuevo a la actividad académica. En 1934, publiqué En torno a Galileo” y, en 1935, recibí un homenaje de la Universidad. Dijeron entonces que yo era ya la figura más sobresaliente del panorama filosófico español del momento. Y en el mismo año, 1935, publiqué uno de mis libros más importantes: Historia como sistema”. Si alguno, aún no lo ha leído, por favor, para vuestro propio bien y, sobre todo para el bien de España, no dejéis de leerlo. Podréis observar que la historia “se repite”. Hasta otra ocasión, queridos españoles, y que no os pase nada con las actuales lumbreras que os gobiernan. No son filósofos, precisamente. Son un hatajo de bárbaros. José Oretga y Gasset.-

jueves, 10 de julio de 2008

MI FORMACIÓN EN ALEMANIA


Precisamente para ello, para aclimatar a España las fuentes y costumbres culturales europeas, me fui a Alemania. A esta finalidad primordial respondió mi viaje de estudios, al finalizar mi doctorado en Filosofía con la tesis titulada Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda”. En aquel gran país, y mucho más grande hubiera sido si la Guerra de los Treinta año no le hubiese paralizado, visité las Universidades de Leipzig, Berlín y Marburgo. Precisamente en esta última Universidad conocí a los neokantianos Hermann Cohen y Paul Natorp, a los que consideré siempre mis maestros. También entre este viaje mío a Alemania puede establecerse un cierto paralelismo con la estancia de Julián Sanz del Río, fundador del krausismo español, en Heidelberg.

El panorama filosófico que encontré en Marburgo estaba presidido por el neokantismo, esto es, la doctrina filosófica que postulaba la vuelta a Kant como modo de superar los callejones sin salida a que había llegado la filosofía idealista alemana de la mano de Hegel y sus seguidores. Pero, aquí se rompe el paralelismo con Sanz del Río. Así como el krausismo español importó el pensamiento de Krause de forma monolítica y sin una actitud demasiado crítica, yo llegué a Alemania con un espíritu más crítico y avispado—no en balde había pasado más de medio siglo de viajes de intelectuales españoles a Alemania— y mi actitud ante los neokantianos no fue la de la beatería discipular, sino una actitud ambivalente. De este modo, a la vez que reconocí la impagable deuda para con mis maestros de Marburgo, también adopté una actitud crítica frente a ellos y frente al propio Kant. La deuda y la crítica para con Kant y los neokantianos las resumí entonces con las siguientes palabras: "Durante diez años he vivido en el mundo del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión [...] Con gran esfuerzo me he evadido de la prisión kantiana y he escapado a su influjo atmosférico".

Así pues, consciente de que el pensamiento kantiano fue para mí tan necesario como lo es la atmósfera que respira cualquier hombre, también lo fuí de que también había sido una prisión de la que hube de liberarme para poder construir mi propia filosofía de madurez. Pero, Alemania desempeñó en mí una transcendente función vital, pues los años que viví allí, los años en que comenzó mi madurez humana, fueron tan fructíferos que los recuerdos de esta estancia quizá constituyan algunas de mis mejores páginas literarias. Así, cuando describí El Escorial, en 1915, no pude alejar de mí la imágen de la ciudad donde viví el "equinoccio de mi juventud", y sentí entonces la necesidad vital de expresarme así: "Permitidme que en este punto os traiga un recuerdo privado. Por circunstancias personales yo no podré mirar nunca el paisaje del Escorial sin que vagamente, como la filigrana de una tela, entrevea el paisaje de otro pueblo remoto y el más opuesto al Escorial que quepa imaginar. Es una pequeña ciudad gótica puesta junto a un manso río oscuro, ceñida de redondas colinas que cubren por entero profundos bosques de abetos y de pinos, de claras hayas y de bojes espléndidos. En esta ciudad he pasado yo el equinoccio de mi juventud; a ella debo la mitad, por lo menos, de mis esperanzas y casi toda mi disciplina. Ese pueblo es Marburgo, de la ribera del Lahn" (Esto lo dije cuando escribí "Meditación del Escorial", II: 558-559).

Sin embargo, pese a la profunda huella vital e intelectual que Alemania dejó en mí, regresé pronto a España, física e intelectualmente, pues para mí, el viaje a Alemania sólo tenía sentido en la medida en que, en virtud de una ósmosis intelectual, España se impregnase de Europa y, a su vez, impregnase a Europa. De este modo, ya en 1910, exclamaré: "Queremos una interpretación española del mundo [...]. España es una posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España" (Esto, lo dije en "España como posibilidad", I: 138). A mi regreso, en 1910, oposité y gané la Cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid, en la que sucedí a Nicolás Salmerón, y comencé mi actividad universitaria como Catedrático antes de haber publicado ningún libro de filosofía. Ese mismo año me casé con Rosa Spottorno y, a partir de entonces, comenzó mi vida pública. Hasta otro momento. José Ortega y gasset


Arriba, la Vieja Universidad de Marburg, en la que yo estudié



miércoles, 9 de julio de 2008

EL POR QUÉ DE MI VOCACIÓN FILOSÓFICA


Terminé el Bachillerato en el año 1897, e inicié mis estudios universitarios, primero en Deusto y después en Madrid. Tenía yo entonces 15 años. ¿Qué joven, verdad?. Y sin embargo fui testigo de un gran y triste acontecimiento histórico, un acontecimiento de suma transcendencia, que llevó a una generación de españoles a plantearse por primera vez el problema de España. Este acontecimiento fue la pérdida de los últimos restos del imperio colonial español. En 1898, por la Paz de París, que daba término a la guerra hispano-norteamericana, España tuvo que ceder, ante los jóvenes y potentes Estados Unidos de América (a los que en su día había ayudado a alcanzar su propia independencia), sus últimas posesiones coloniales: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Este acontecimiento funcionó en España como un revulsivo de la conciencia nacional que llevó a las mentes más lúcidas del momento (Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Antonio Machado y, entre ellos yo mismo) a plantearse el problema de la decadencia física y moral de España. Fuimos llamados por la posteridad “la generación del 98”, porque aquel desastre centró nuestros esfuerzos intelectuales acerca de las causas y el diagnóstico de la enfermedad de España.

Por ello, dentro del espíritu de mi generación, fui tomando conciencia del problema de nuestra patria y formulé el diagnostico de que algunas regiones de España -lo que llamé “particularismos”- no sentían una inquietud común por los asuntos nacionales. Lo mismo que hoy. Mi diagnostico, según pienso, sigue vigente. Entonces, yo propuse “la regeneración de España”, que según mis cálculos de aquel momento tan sólo podía venir de la mano de una toma de conciencia entusiasta acerca de una misión nacional. Y, para que esta misión pudiera ser llevada a cabo con éxito, propuse la necesidad de la existencia de una elite intelectual –justamente lo contrario que se propone y estimula ahora- que, tomando lo mejor del mundo occidental, supiera "fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas" (Esto lo escribí en la páina 302 del volúmen I de Vieja y nueva política”). De este modo mi pensamiento, siendo yo aún muy joven, venía a enlazar con el regeneracionismo y con uno de los aspectos del krausismo español. Aunque mis presupuestos filosóficos y los de los krausistas diferían notablemente en la realización política y cultural, ambos coincidían en varios puntos clave. En que la situación de la España de la época era muy negativa y por ello había de ser superada, y en que esta superación sólo podía realizarse recurriendo a la aclimatación a España del pensamiento europeo, y para ello era necesaria la existencia de grupos dirigentes que permitiesen la puesta al día de la cultura española. No se hizo así. Y, mucho me temo, que en este momento, pese a la aparente apertura a Europa y al europeismo, tal aproximación dista quizá más aún que entonces, porque a la “rebelión de las masas”, de la que tiempo después traté, ha vuelto a producirse con especial virulencia y esta vez además con el ingrediente del odio.

Afortunadamente para mí, ya no puedo verlo desde la Calle Montesquinza, que fue la última en que viví en Madrid, pero se remueven mis huesos, aquí dentro de la paz de la Sacramental de San Isidro, y los de mi propio padre, que está junto a mí, cada vez que hasta aquí llegan las noticias de los resultados electorales que se obtienen en España y la catadura intelectual de los individuos que la gobiernan. Ninguno de ellos hubiera superado un elemental exámen en la Universidad donde yo expliqué Metafísica y estoy seguro de que una buena parte de ellos, si no fuera por la estupidez colectiva del electorado español, se vería obligada a ejercer la noble profesión de carpintero. Mucho más noble y esforzada que esta otra de “político” que siempre eligen las mentes más oscuras. Tengo que volver a decir: “No es esto, no esto…”. José Ortega y Gasset


En la fotografía de arriba, puede verse a un grupo de los últimos soldados españoles en Cuba

martes, 8 de julio de 2008

PERDÓN: COMENZARÉ HABLANDO DE MÍ


Como ya os he dicho, nací en Madrid, el día 9 de mayo de 1883, en el seno de una familia, yo diría perteneciente a la burguesía liberal e ilustrada de finales del siglo XIX. La familia de mi madre era propietaria del periódico madrileño El Imparcial y mi propio padre, don José Ortega y Munilla, fue periodista y director de dicho diario.

El hecho de haber nacido "sobre una rotativa" y el de que me criase también en una familia tan íntimamente conectada con la actividad periodística, fueron hechos que, con el tiempo, se convirtieron en algo esencialmente ligado al desarrollo de mi formación intelectual y a mi forma de expresión literaria. Porque, una gran parte de mis escritos filosóficos, e incluso gran parte de mi actividad profesional, van a desarrollarse en contacto con el periodismo.

Tras aprender las primeras letras en Madrid, con don Manuel Martínez y con don José del Río Labandera, en 1891 fui enviado a estudiar el Bachillerato al colegio que los jesuitas regentaban (y siguen regentando) en la barriada malagueña de El Palo. Este hecho maracrá también mi formación vital.

En primer lugar, el contacto con los jesuitas y sus enseñanzas, me atrevo a decir produjeron en mí el mismo efecto, la misma reacción que los producidos casi cuatro siglos antes en otro antiguo alumno de los jesuitas: René Descartes. Descartes, sin dejar de reconocer la deuda contraída con sus profesores de La Flèche, reaccionó contra la formación recibida de ellos. De esta conciencia del poco fundamento de la ciencia recibida nació su obra personal y, con ella, su proyecto de reforma de la filosofía europea. Del mismo modo, también yo reaccioné con el tiempo contra la formación adquirida en mí infancia.

El hecho de que mi colegio estuviese situado en Málaga, no es un dato intranscendente. Mis pretendidos biógrafos y estudiosos, ni se han dado cuenta de ello, porque en esta ciudad fui compañero de los hijos de las más rancias familias burguesas malagueñas, y ello me permitió tomar contacto con las clases dirigentes que habían hecho de Málaga una de las primeras ciudades industriales de la España del siglo XIX. Y también en Málaga hube de ser testigo del inicio del declive de esta burguesía culta, industriosa e industrial, causado por la crisis económica producida por la plaga de filoxera que, en menos de un lustro, arrasó los cultivos de vides que habían proporcionado la infraestructura agrícola al despegue industrial de la Málaga decimonónica y que había hecho de Málaga una ciudad cosmopolita, comercial y burguesa al menos desde el siglo XVI. Justamente en 1905, el año en que me fui a Alemania para ampliar mis estudios, un compañero mío del Colegio, Ernesto Rittwagen Solano, hijo de una de esas familias burguesas, tuvo que emigrar a Estados Unidos para ganarse la vida allí. Por lo demás, la suma de los efectos de la crisis de la filoxera y de la imposibilidad de las industrias siderúrgica y textil malagueñas para competir con las surgentes industrias vascas y catalanas permitió el nacimiento de un proletariado industrial urbano escorado hacia posiciones revolucionarias e izquierdistas. En este sentido conviene recordar que, con el transcurso del tiempo, Málaga será la primera (y única) circunscripción electoral española en la que un comunista consiga acta de diputado, lo que ocurrió en 1934 cuando el Dr. Bolívar consiguió la suya. Quizás mis primeras reflexiones sociológicas no sean del todo ajenas a estas primeras vivencias que experimenté en Málaga. Bueno, ya sabeis algo de mí. De los primeros pasos de mi vida. Hasta otro momento, amigos. José Ortega y Gasset

Arriba, el Colegio "San Estanislado de Kostka" de El Palo (Málaga), en el que ingresé, juntamente con mi hermano Eduardo, el 3 de Septiembre de 1891, y en el que finalicé el Bachillerato. En el Curso 1894-95, se unió a nosotros mi hermano Manuel. Dicen que yo fuí el alumno más brillante que ha tenido el Colegio en toda su historia. No quiero presumir de nada, ahora que ya estoy muerto, pero es muy posible que sea verdad.